sábado

Cuando es noche en Okinawa - novela

1-10

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10

11-20

Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20

21-30

Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30

31-40

Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40

41-50

Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50

51-60

Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60

61-70

Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70

71-80

Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
Capítulo 76
Capítulo 77
Capítulo 78
Capítulo 79
Capítulo 80

81-90

Capítulo 81
Capítulo 82
Capítulo 83
Capítulo 84
Capítulo 85
Capítulo 86
Capítulo 87
Capítulo 88
Capítulo 89
Capítulo 90

91-100

Capítulo 91
Capítulo 92
Capítulo 93
Capítulo 94
Capítulo 95
Capítulo 96
Capítulo 97
Capítulo 98
Capítulo 99
Capítulo 100

101-110

Capítulo 101
Capítulo 102
Capítulo 103
Capítulo 104
Capítulo 105
Capítulo 106
Capítulo 107
Capítulo 108
Capítulo 109
Capítulo 110

111-112

Capítulo 111
Capítulo 112

viernes

Cuando es noche en Okinawa


     
112 (y último)


     En puntas de pie salgo de la habitación donde Vicente y el bebé duermen en penumbras. Uno pegado al otro. Vicente con la cara relajada, una mano en la espalda del hijo. ¿Soñará algo?  Las aguas tranquilas son profundas…  Me voy con ese amor en la retina, no puedo evitar sonreir, dejándolos quién sabe dónde.
     Atravieso el living lleno de cajas amontonadas y juguetes. Falta poco para la mudanza, y los juguetes resistirán hasta último momento fuera de las cajas. Los juguetes, el andador, la sillita de comer…  Todas estas cosas que convirtieron en hogar a la llanura de parquet.
     Sobre la mesada de la cocina dejé unas papas hervidas y las milanesas listas para freírlas a la hora del almuerzo, cuando vuelva de la clase.
     Es un sábado muy frío de principios de septiembre. Llevo un cuaderno con espiral, un lápiz negro, una goma. Voy liviana, sin el bolso de Guido, sin su peso en mi falda, muy abrigada contra la ventanilla del colectivo. La ciudad semivacía se aleja y aunque hay sol ya vislumbro unas gotas de agua que se multiplican hasta formar una cortina transparente entre los autos que avanzan en sentido contrario por la avenida Rivadavia. Viajo al otro hemisferio, a una isla mínima donde todavía algunos ancianos hablan una lengua a punto de extinguirse. Son las nueve de la mañana; en Okinawa es de noche.
     Me bajo en Boyacá. Voy caminando despacio hasta la casa del maestro con pasos seguros, íntegros, definidos, imaginándome que así van a ser mis trazos en el cuaderno.

fin

                                                                

domingo

Cuando es noche en Okinawa

111

     Es como un ocho acostado, me habías dicho mientras lo dibujabas para mí en un cuaderno borrador, y yo me desesperaba por saber cuándo venía. ¿Después del veinticienmil?  A veces te fastidiabas, es imposible alcanzarlo, nena…     Me lo imaginaba en la lejanía, en un lugar hacia el futuro, asociando su existencia a lo mayúsculo y a la abundancia. Lejos, grande y mucho, estaba el infinito; y su imagen solía ser la de una enorme montaña que desde mi lugar se veía chiquita.
     Más tarde, con vos aprendí a pensar también lo infinitamente pequeño, a hablar de partículas subatómicas y fragmentos de instantes. Ya no te enojabas conmigo; te divertías con mi colección de pegotes caprichosos.
     Después de tu muerte, aquellas inquietudes se fueron aplacando. Me enamoré de un hombre al que le gustan las plantas, que trabaja la madera, que sabe hacer un cuenco con sus manos para abrigar mis pies fríos. Con él, quise tener un hijo. Con él, me animo hasta a envejecer.
     El hijo llegó. Conocí otra noche, Joel. La del océano inconmensurable, donde el único mástil es un cuerpito de tres kilos, que nos hace sentir la soledad del mundo y el frío que llega desde los camisones empapados. Volví a pensar en el infinito.
     Se acerca gateando, desnudo. El infinito es deslizar la palma sobre esta piel de mazapán. Ya no las teorías de la infancia, que más tarde busqué en lecturas y oficios. Esta pelusa blanca con sonrisa de dos dientes, con hoyuelos, es mi hijo. Entonces, la contundencia de esa sensación de infinitud. Ahora. Mientras acaricio esta espalda aterciopelada. Ahora, en el misterio que acalló la música por unos instantes. En este tiempo invisible para todos los demás. En el umbral de agua cristalina que baña mis mejores sueños y hoy irradia una luz especial. Para traernos, a Guido y a mí, una lejanía que se acerca y nos une con un hilo delicado. El hilo antiquísimo murmura adivinanzas que contestamos a la perfección, sintiendo que nuestra perfección es única y nadie la juzgará. Mis brazos se prolongan, me estiro, sostengo el cuerpo pequeño. Gira su cabeza, busca mi pecho, atrapa el pezón. Y algo de atavismo hay en ese acto, que lo hace cría, que me hace hembra, junto a todas las hembras de todas las especies. Sabiendo que entre todas ellas Guido reconocería mi olor. Que mi alerta percibe cada uno de sus milimétricos gestos. Repito como ellas las acciones básicas, como si me hubieran sido reveladas sólo a mí, sólo para mi hijo. Instinto que se despierta para nutrir y dar de beber y cargar en brazos y asear. Por fin acepto ser este animal loco que chorrea fluidos, que ignora las noticias del mundo, que no es ni culto, ni ocurrente, ni nada. Para intuir el infinito… con otra lucidez.

 

viernes

Cuando es noche en Okinawa



110

     El globo terráqueo se mantiene, increíblemente, en muy buen estado; apenas un poco de óxido en el soporte de metal. Estaba arrumbado junto a unos apuntes de la facultad, y lo encontré sin buscarlo cuando embalaba las cosas del placard del escritorio. Leo en el costado Marca Gloter. Cartografía aprobada por el Instituto Geográfico Militar.
     Guido se divierte haciendo girar la esfera, y yo lo miro sintiendo que mi  hijo es parte de un mapa universal, un mapa con relieves cambiantes y coordenadas fortuitas, que se modifica a cada instante, cada vez que un cuerpo sale de las entrañas de otro. El prodigio sucede una y otra vez, se repite natural y eterno, pero ahora, sólo ahora, puede maravillarme. Entonces la experiencia de mirar el viejo globo terráqueo, el mismo en el que Joel y yo jugábamos a buscar países, se vuelve intensa. Pienso en los nacimientos en lugares olvidados del mundo, y en las fronteras, y en los destinos nebulosos. Me duelen las madres desoladas y los hijos indefensos. Y me enciende el grito de millones de parturientas felices con su proeza.
     Guido, mi descendencia y la de Vicente. Un ser nuevo que trae, en sus rasgos o sus modos, herencias que nos espejan. Guido y su mapa particular, que deviene del de Vicente y del mío, con nuestro presente y nuestro pasado lleno de puertas entornadas. Vuelvo al globo terráqueo, lo giro yo también buscando Okinawa, ínfima en el celeste oceánico, de naturaleza voluptuosa y habitantes longevos. La historia de Okinawa, marcada por tribulaciones… pienso en mi propio mapa deshilachado,…No obstante estas vicisitudes, los okinawenses son fuertes, viven  de cara al futuro, siempre afirmando su identidad…en la genealogía turbia y precaria, a pesar de la cual es posible una vida nueva.

  

miércoles

Cuando es noche en Okinawa

109

     Cuántas cosas aparecen cuando uno empieza a guardar. Así encuentro un tornillo caído de un reloj. Lo levanto del suelo, jugueteo con él.  No sé dónde ponerte.

     ¿Por qué ahora, después de tantos años?  ¿Te trajo la música como recuerdo o es cierto que sos vos la que me aturde desde el patio vecino?  El reloj anda igual, exacto, como si nada le faltara. A veces pienso en abrirlo, ponerle adentro el tornillo. Pero no; lo conservo indecisa en la palma de la mano.
     Al desorden habitual, estos días se sumaron unas cajas que amontonamos en el balcón. Se acerca la primavera, el día de la mudanza. Hay estrellas en esta noche. Adentro, duermen Vicente y mi hijo. Muchas cosas suelen perderse al cambiar de casa. A último momento hay que decidir si vale la pena llevar aquellas de hipotética utilidad y  que no se sabe por qué conviven con nosotros… Tornillo suelto, ¿qué hago con vos?

  

lunes

Cuando es noche en Okinawa


108


     De a poco me despido del paisaje que rodea mi casa. Imagino que le doy a Guido estos lugares como recuerdo, para su mapa. La plaza donde lo hamaqué por primera vez, las veredas con escalón, el local de costura de los bolivianos, los álamos de la calle Azara y el olor a humedad que aflora de algunos negocios. Así era el barrio donde naciste.

  

jueves

Cuando es noche en Okinawa

107

     Nos apoyamos en la baranda para descansar de tanto embalaje. Aunque faltan algunos días para el traslado, los aires son nuevos, frescos. Una nostalgia anticipada me vino cuando comprobé la hiedra reverdecida, los distintos matices de clorofila que se ven desde el balcón. Verdadero pulmón de manzana, dijo Vicente, como tantas veces. Voy a extrañar, le contesté mirando hacia la Santa Rita. En la nueva casa hay espacio para unos canteros, al fondo.
     Retumba un galope lejano con ritmo fácil, repetido. Me quedo quieta; si fuera un indio apoyaría el oído en la tierra. Suena fuerte, abriéndose paso entre las plantas, y ya es presencia viva. Quiero entrar al living, cerrar los ventanales, pero Vicente me retiene con una mano en cada hombro.  Algún trinar de pajarito logra filtrarse. Supongo que quiere consolarme, seguramente piensa pronto nos vamos y la música se queda acá. Entonces cierro los ojos, y me doy cuenta de que me balancea, con mucha suavidad. Me dejo llevar, como un péndulo, a un lado y al otro.